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martes, 28 de julio de 2009

LA BANDA DEL PIMIENTO


En Isla Cristina se respira el temor. Una pandilla integrada por payos y gitanos
de entre 12 y 17 años violó hace unos días a una niña de 13 años pero con una
edad mental de 7. Ya habían dado palizas y cometido atracos. Son chicos sin ley,
un fenómeno que se extiende. Se está produciendo una sexualización de la
violencia.
En Isla Cristina, a 45 kilómetros de Huelva y a siete de la frontera portuguesa, el silencio se ha hecho ley en cada esquina. Casi nadie se atreve a mentar a los violadores. Siete hijos de la barriada del Rocío, un barrio marginal al que también llaman Matapiojo. Casi nadie aquí, por más rabia que lleve dentro, pone a Dios por testigo de que conoce a alguno de los siete verdugos de la niña, todos ellos menores de edad.

Hay miedo, mucho miedo en las calles, en los bares, en los comercios. Ni siquiera en muros o fachadas se ven pintadas de condena. Casi nadie, desde la mañana del 19 de julio cuando corrió la voz de que C. A., 13 años cumplidos, había sido violada, osa poner nombres y apellidos a la barbarie supuestamente cometida aquella noche de fiesta patronal (celebraban a la Virgen del Carmen) entre unos matorrales cercanos a la playa del Puente.

-No puedes fiarte ya ni de tu sombra -susurra un vecino a pie de acera, mirando de reojo a los transeúntes-. Si un amigo o un familiar te escucha decir algo de esos monstruos, porque eso es lo que son esos niñatos, lo mismo vienen a por ti...

Sabe bien de qué habla.

La venganza late fuerte en el soleado municipio onubense, 21.000 almas que aún hoy no salen del espanto. Y un nombre, ha podido saber Crónica, al que ahora apuntan policía, jueces y fiscales: la Banda del Pimiento. Una marca pandillera -de igual nomenclatura y malas artes que su gemela de Sevilla- integrada por hijos de payos y gitanos, de entre 12 y 17 años, vecinos de la menor agredida, «a los que nada se les resiste», a decir de muchos.

¿Cómo han podido unos críos desgraciar así a una niña, que además arrastra una deficiencia mental? ¿Qué extraña fuerza les ha impulsado a violarla en aquel oscuro descampado frente al mar?, se preguntan conmocionados los habitantes de la Isla. El año pasado se produjeron en España más de 1.500 casos de agresiones sexuales cometidas por niños y adolescentes. En menos de 20 días ya van dos: la primera alarma de este verano sonó el 2 de julio a 329 kilómetros de Isla Cristina. Cuatro menores violaron presuntamente a una chiquilla de 13 años, Eva, en Baena (Córdoba). Igual edad que la última víctima de la Banda del Pimiento.

La mala fama avala a los menores delincuentes de la Isla.

-Si quieren atracar, atracan; si quieren dar palizas, no se cortan; si quieren violar... Hacen lo que el cuerpo y su puta cabeza les pide en cada momento -dice indignado un joven, en la terraza de un bar del puerto.

Lo que el líder ordena va a misa. Y el que se enfrenta a él pasa a ser un proscrito. Su palabra, más allá de razones o desavenencias internas, es ley entre los adolescentes de la banda. Aunque los pandilleros de Isla Cristina, de sobra conocidos en los alrededores por la policía y los servicios sociales, a los que han llegado repetidas quejas de algunos padres de menores angustiados por los malos tratos que reciben de sus hijos, no siempre campan por las calles al son de una sola voz. En la Banda del Pimiento, formada por una veintena de chiquillos que a menudo coquetean con las drogas, sobre todo hachís y cocaína que consiguen en atracos -describe una fuente- el liderazgo sería en realidad cosa de tres: El Borrego (13 años), El Isra (16) y El Percha (16). Cada uno a su manera se ha labrado entre los suyos un acreditado prestigio de «rápido y echarle huevos» para convencer, decidir y actuar arropado por sus compinches. Así hicieron con C.A. -ahora en tratamiento médico para hacerla olvidar- aquella calurosa noche de tómbolas y jolgorio en la Isla, entre la 1.00 y 1.30 de la madrugada, no lejos del improvisado escenario donde el sevillano El Arrebato acababa de interpretar No soy ningún juguete. La menor, por desgracia, sí lo habría sido también para El Mané (13 años), El Negro (15), El Huevo (15) y J. P. (12), el único de los siete sin apodo conocido y que, según la investigación, no habría intervenido en la agresión sexual a la menor, aunque sí como testigo.

A semejanza de otras pandillas urbanas más experimentadas, la de Isla Cristina se rige por un código no escrito o pacto de sangre de obligado cumplimiento. Tres son las leyes que ha de acatar todo chaval (casi siempre, menores de edad) que aspira a entrar en la Banda del Pimiento: 1) Ser rápido y frío a la hora de robar, y demostrarlo, para lo cual se le pone a prueba. 2) Tiene que exhibir una inquebrantable entereza para no irse de la lengua con nadie que no esté dentro del grupo. Y 3) Que la madre o el padre del aspirante a pandillero jamás conozca dónde está su hijo o se acerque al resto de sus colegas. Extremo, este último, que rara vez se da, según relata una isleña conocedora de algunas de las familias con hijos en la banda.

ALCOHOL, PARO Y DROGAS

«El ambiente que estos chicos respiran en sus casas es, por lo general, violento», dice la mujer. «Hay alcohol, incluso drogas, paro y malos tratos. No se preocupan de sus hijos. Y cuando lo hacen, como la madre de uno de los de la banda que fue a pedir ayuda al ayuntamiento y no sé a qué otro sitio más, nadie les atiende», remata indignada. «Seguro que si fuera la hija de un político la violada, cambiarían las leyes y todos se volcarían en el problema. Pero nosotros somos gente sin ningún poder, trabajadora y humilde...», tercia la hermana de la pequeña, Gema, de 20 años. Fue ella, al entrar en la habitación, la que descubrió la ropa de la niñarasgada y la arena de la playa esparcida entre las sábanas de su cama. Luego vendría la confesión a la madre, Germana Artiel, 43 años y barrendera municipal, el examen médico en el hospital Infanta Elena, donde se confirmaron las agresiones sexuales, golpes y rasguños, y la denuncia en la Guardia Civil. Sólo una madre, al saber que su hijo estaba en el ajo de la violación, tuvo la valentía de pedir disculpas y consolar a la familia. No así otra que trabaja de barrendera con Germana en la misma empresa de limpieza. «Los chicos lo tenían todo pensado», está convencida la madre de la menor violada. «Las amenazas, el sitio al que la iban llevar, los cómplices...».

-¿A qué cómplices se refiere?

De pronto, a Germana se le atragantan las palabras, enmudece, es mucho el dolor que lleva dentro. Se ausenta. Joaquín, su cuñado, un hombretón curtido en el mar del Estrecho -«no consigo salir de este huracán de pesadilla que ronda mi cabeza»-, toma la palabra donde ella la dejó. Advierte con vehemencia que lo que va a decir es para oídos de la jueza Carmen Orland, quien al día siguiente de conocerse la agresión (lunes 20 de julio) decretó el internamiento en un centro de menores para dos de los siete implicados en la violación. Un tercero ha quedado en libertad vigilada, mientras que los otros dos permanecen en sus domicilios, pues al ser menores de 14 años no tienen responsabilidad penal.

-La niña [habla Joaquín] nos ha repetido varias veces desde entonces que dos amigas suyas, con las que había ido a la fiesta, le dijeron aquella noche que se fuera con dos de los chicos, que no le iba a pasar nada. ¿Qué le parece? Da que pensar, ¿verdad? Las amiguitas sabían perfectamente que mi sobrina tiene una deficiencia, que su edad mental no se corresponde en nada con sus 13 años. ¿Por qué, me pregunto todos los días una y otra vez, la animaron a irse de esa manera, cuando lo que tenían que hacer era precisamente no perderla de vista, que nadie se la llevara, protegerla hasta que volviera a casa con sus padres?

El sol cae a plomo al mediodía en la barriada del Rocío, y por sus calles estrechas no se deja ver ninguno de los adolescentes responsables de la atrocidad. Los ánimos hierven puertas afuera de los bloques de ladrillo y cemento coloreados. «Éstos no se cortan. Os puede pasar cualquier cosa». La misma persona nos alerta de que lo más prudente es seguir nuestro camino y no preguntar. La Banda del Pimiento se ha hecho invisible a las miradas. La preocupación es creciente por las cada vez más habituales noticias de adolescentes y niños violadores. Los ciudadanos piden más dureza a la ley [la del Menor está hoy en entredicho], que se rebaje la edad penal de 14 a 12 años.

LUCHA DE GÉNEROS

¿Qué está fallando para que los agresores sexuales sean cada vez más jóvenes? ¿La familia? ¿La disciplina? ¿La justicia? ¿El colegio?... «De todo un poco», dice la psicopedagoga Ángela Serrano, responsable del área de Menores del Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia. Por sus manos han pasado decenas de casos, a cada cual más extremo.

-Se está produciendo una sexualización de la violencia. No se está transmitiendo desde el Gobierno y desde la televisión una igualdad de géneros, sino una lucha de géneros que los chavales están haciendo suya desde muy temprana edad. Y el peligro es grande y de consecuencias inimaginables. Aún queda mucho por ver tal y como está la situación.

Más errores.

-La violencia se ha convertido en un valor en sí mismo para los chicos. Y, además, ven que les sale gratis. Que no pasa nada. La ley del grupo está por encima del individuo. La pandilla o la banda, como en el caso de la Isla Cristina, lo es todo para ellos, así se reparten las responsabilidades y se sienten más protegidos en las fechorías. Se identifican en la forma de vestir, en la manera de hablar, en la música...

El gusto por la ropa de marca es, según un testigo, otra seña de identidad de la Banda del Pimiento. Cuesta entender que unos adolescentes de familias en precario vistan sudaderas con capucha, las más preciadas, de 70 euros, zapatillas de 100 euros o gorras de béisbol que suben de los 30. El alcohol, señala la misma fuente, tampoco resulta un problema. «Si no hay dinero para comprar bebidas, las roban y punto. Así de fácil». Tan fácil como engañar y hacer daño a sus presuntas víctimas carnales.

La Banda del Pimiento, aunque más organizada, guarda ciertas similitudes con la de los pandilleros cordobeses acusados de violar, el 2 de julio, a una menor de 13 años en la piscina pública de Baena y a plena luz del día. Cuatro menores, un joven de 22 años y un discapacitado psíquico firmaron la atrocidad. Manuel, de 15 años, era uno de ellos. Su recorrido vital parece un calco del vivido por algunos de los miembros de la Banda del Pimiento. Hijo de padres separados, el adolescente que de crío soñaba con ser futbolista purga hoy sus días en un centro de menores de Granada. Según ha podido saber Crónica, en una carta enviada a su madre, Juana, Manuel argumenta en su defensa que él nada tuvo que ver con la violación puesto que padece una fimosis que le impide mantener relaciones sexuales.

Por igual camino transita Francis, 14 años, el mediano de tres hermanos también menores, internado en un reformatorio de Córdoba. Francis, supuesto ex novio de la menor violada, se exculpa antes sus padres cargando contra la víctima: «Era ella la que quería estar conmigo, pero ese día no mantuvimos relaciones».

José Antonio, 14 años, hijo de padres separados, tímido y cariñoso, según sus allegados, ha reconocido que un grupo de jóvenes violó a Eva, aunque él asegura que sólo se limitó a mirar. Su madre, Mari Carmen, llegó a decir que si su hijo es un mirón y no fue capaz de socorrer a la niña, «que lo pague». El cuarto agresor tiene 13 años (su nombre no ha trascendido) y en la actualidad, al no ser imputable penalmente por tener menos de 14 años, se encuentra recluido en la casa familiar bajo el control de sus padres,

Cuando la pequeña onubense C. A. baja de las nubes, se transforma. Vuelve a ser quien es. Coge en brazos a su muñeca preferida y la arrulla, la acaricia, le cambia la ropa y los zapatos, le da de comer. C. A. tiene 13 años y ya ha crecido hasta 1,70 metros. Pero no así su mente. En verdad, sólo tiene siete años. Una niña inocente por naturaleza, marcada desde su nacimiento por unos genes heredados del padre (separado de su madre) que le han causado una discapacidad psíquica severa de por vida. Dicen que sus agresores andan faltos de arrepentimiento. Que la violación no fue el único desgarro físico y psíquico sufrido por la niña. Pero no serán estas páginas las que revelen más detalles sucios de lo ocurrido aquella madrugada de fiesta entre los matorrales de la playa del Puente, en Isla Cristina. Cruzarlo, como hizo Crónica esta semana, mirar al desolado escenario y, sobre todo, imaginar lo que pasó, aterra a cualquiera.


http://www.elmundo.es/suplementos/cronica/2009/719/1248559201.html

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