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sábado, 31 de diciembre de 2011

«Si se hubiesen divorciado antes...»

Después de 35 años casados, José Ramón Tamargo y María del Carmen Valdés se divorciaron. Él le asestó poco después dieciséis puñaladas
29.12.11
Joel Tamargo apenas mira a cámara, evita levantar la vista cuando recuerda el homicidio de su madre. Solo lo hace para recordar que podría haberse evitado
Es media mañana del uno de febrero de 2007 y un hombre camina por el centro de Oviedo, cuando se cruza con un conocido que le saluda: «¡Hombre, Tamargo! ¿Tomas un cafetín?». José Ramón Tamargo, jubilado de setenta años recién cumplidos, responde: «No, voy a comisaría. Que maté a la muyer». Su amigo se rió, lo tomó a broma, y siguió su camino.
Tamargo, en efecto, acababa de matar a su mujer, María del Carmen Valdés, y se dirigía a entregarse después de haber llamado a su abogado, a sus hijos y a un amigo policía, el que posteriormente inició las diligencias, antes de que los agentes le acompañaran al piso. Tamargo dudó, pero finalmente lo hizo para contar, al menos, con la posibilidad de un atenuante. Nunca ha entendido del todo la gravedad de sus actos y, de hecho, al ser condenado, llegó a preguntarse: «¿Por qué a Farruquito le cayó menos que a mí?»
Ocurrió en el apartamento de la calle Capitán Almeida (ahora Fernando Alonso), que preside la ronda sur de Oviedo, cuando aquella mañana el menor de los hijos, de 26 años, que vivía con sus padres, se fue a trabajar y los dejó solos. Tamargo había dicho que «sabía lo que tenía que hacer» después de que su mujer obtuviera el disfrute del domicilio conyugal y una paga a raíz del divorcio, con la tinta aún fresca. Y ese día, el último que tenía para hacer las maletas, optó en su lugar por hacer eso, lo que «sabía que tenía que hacer»: coger un cuchillo de catorce centímetros de la cocina y asestarle 16 puñaladas que prolongaron su agonía entre 10 minutos y media hora, según la autopsia.
Luego, el silencio. La casa quedó vacía; y solo entraron a limpiar y a recoger unos pocos efectos personales algunas personas allegadas a la familia, para que los hijos no tuvieran que presenciar tan desagradable rastro. De hecho, dice uno de los hijos, Joel, que ni siquiera tienen una foto de su madre porque «está en el piso», sobre el que pesa un embargo, un bloqueo que les impide venderlo, vivir en él o terminar de olvidar lo que ocurrió hace ahora cinco años. Joel, que vive con su familia en un valle en mitad de los Picos de Europa, habla con naturalidad del asunto («Hay que superarlo, ya»), pero no sin cierta incomodidad resignada que le hace evitar mirar directamente a los ojos, o a la cámara, con la que no se siente cómodo.
Los amigos de Tamargo siguen reuniéndose donde lo hacían, siguen en el mismo bar de la capital lanzando cartas sobre un tapete desgastado. Y no le condenan, ni le reprenden. Al contrario: ellos le justifican porque, dicen, «era un currante», «era buena persona», y «no le quedaba más remedio». Tamargo, de quien cuentan jocosos que «solo tenía un defecto: que era del Barça», llegó a romper el cuchillo en su ensañamiento.
Joel no le da muchas más vueltas, ni quiere hacerlo: es el único de los cuatro hermanos al que se puede localizar para hablar. Los 57.879,69 euros de indemnización en que quedó cifrado el sufrimiento de cada uno de los hijos se ha diluido en 124 euros mensuales embargados a la pensión de su padre, que según él, «no paga nada»: el piso silencioso sigue hipotecado. Ellos, por supuesto, no tienen contacto con él, aunque les haya hecho saber que «quiere arreglar las cosas».
Tamargo, que ya cuenta 75 años, espera la salida de la cárcel. Y Joel, bajo la luz milagrosa de los Picos de Europa, levanta la mirada por fin, fugazmente: «Si se hubieran divorciado hace 30 años, esto nunca hubiera ocurrido. Pero es que de aquella era imposible».
http://www.elcomercio.es/v/20111229/gente/hubiesen-divorciado-antes-20111229.html

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